El pecado nacional de los españoles no es la envidia, sino la abulia, entendida a la manera de Ganivet: una enfermedad paralizante de la voluntad.
Que no nos engañen cinco millones de ilusos sobre un total de cuarenta y cinco: España vive permanente instalada en un estado de abulia colectiva desde hace siglos. Los síntomas son sencillos: el abúlico, que lo es porque se sabe impotente, es indiferente porque está indefenso, y está desilusionado porque previamente se sintió ilusionado.
A nuestro pobre abúlico no le han dejado otra opción que representar el papel de Sancho Panza, de ganarse la vida haciendo de Tancredo, y ahora se nos muestra como eterno opositor, envidioso profesional y votante de Unidos Podemos.
Y si el abúlico acaba siendo egoísta, revanchista y guerracivilista, un desgraciado en definitiva, no es precisamente porque su condición natural en la niñez sea precisamente mezquina o miserable, sino porque ha sido educado en la mentira, víctima de una ristra de falsas promesas, adoctrinado por un par de docenas de profesores funci-abúlicos y varias temporadas del “Cuéntame”.
Porque en democracia, el abúlico, a diferencia de lo que pensaba Ortega, no nace, se hace. Y si aquí nunca pasa nada es porque no hay nada más español que colgarse encima un “rosario” de mentiras y ampararse en la Virgen de San Gil. Y el que venga detrás, que arree.
Uno piensa en España y se encuentra con la la España de siempre, una España de españoles semi-derrumbados, siempre a punto de desplomarse, de españoles enfrentados (“una jaula de locos rarísimos, atacados de la extraordinaria manía de no poder sufrirse los unos a los otros”, decía Ganivet), una España depresiva y deprimente, suicida cuando subvencionaba el Ateneo hace un siglo y suicida cuando subvenciona a la anti-España hoy mismo. No le podemos pedir más a España ni a los españoles: cuando apenas hay certeza de nada, cuando el “sanchopancismo” triunfa sobre el “quijotismo”, cuando la única salida es dejarse llevar, quizá deberíamos hacer un balance de nuestra situación patrimonial como país y asombrarnos de haber llegado hasta aquí todos juntos, de la mano, Josep Garganté y Tomás Roncero, Arnaldo Otegi y Los Chunguitos, Bertín Osborne y Gabriel Rufían, Miguel Noguera y Manuel Canduela, todos juntos, todos españoles, y todos como el torito guapo de la canción: en la sombra y escondidos, que los dejen tranquilos y que no los provoquen.
No es para tomárselo a broma. O sí. El español sigue acampado en lo que Unamuno con mucha sorna llamó “noluntad”. Paralizado, conformista, y desde el 78, también demócrata. Jugamos a disfrazarnos de analistas políticos, sin atrevernos a reconocer que no hemos inventado nada: con o sin Internet, esta España rumiada es metafísicamente la misma España absurda que la de hace un siglo o la de hace dos, la España del “que inventen ellos”, esa España distraída y perezosa que, a lo sumo, trata torpemente de fotocopiar discursos que nos son ajenos intentando acoplarlos a nuestra idiosincrasia propia, tan compleja, y por qué no decirlo, tan insensata. Para acabar con la abulia, el breve y melancólico “Idearium español” de Ángel Ganivet, publicado en 1897, muy contradictorio y aún más cursi, defendía sin mucho ímpetu la necesidad de vertebrar un movimiento que regenerase la vida espiritual y cultural de los españoles, puenteando lo político; tristemente al pobre Ganivet no le dió tiempo para celebrar el 18 de julio, y un par de años después moriría en Riga, muy lejos de su Granada natal, y pocas horas después de la firma del armisticio de París, por el cual España perdía los territorios de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas.
Ahora que viene el verano -sin duda la mejor estación del año para descubrir o repasar libros-, no estaría de más revisitar a nuestros clásicos de la “Generación del 98” para comprobar como el mismo pueblo español que fue tantas veces víctima de la especulación, conspiró y conspirará para seguir especulando con la miseria de sus semejantes, con tal de no abandonar sus vicios ancestrales: pasividad, indolencia, agonía, desgana, desidia, dejadez… decenas de sinónimos que fotografían por igual la España de 1916 o la de 2016, y que nos servirán para leer correctamente lo que nos queda por ver, que va a ser mucho y muy absurdo.
Mucho antes, en las próximas semanas, nos tocará asistir al circo abúlico por excelencia: una pre-campaña y una campaña electoral. Abulia democrática, publi-reportajes en TV y ciber-activismo del cutre de aquí al 26-J. Esta otra es la España que no nos gusta, la que nos cuesta ciento treinta millones de euros, la que vota con abulia, la que vota mal y cada vez peor. Ni puta gracia que tiene.
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