Hace unos meses, en la introducción, me definí como eurocéntrico, anti-globalista, socialista federiano, patriarcalista, arqueofuturista y pro-hispánico, además de interesado en diversas temáticas, el esoterismo indoeuropeo entre ellas. Parte de esos exponentes de mi pensamiento personal acerca del mundo no necesitan mucha explicación. Por ejemplo, es evidente que ser anti-globalista implica que el valor irrenunciable a partir del cual construir una sociedad debe ser el de la soberanía y libertad como pueblo, como identidad; una libertad y soberanía vividas con entusiasmo. Otros exponentes resultan más indefinidos.
El presente texto estará dedicado a la explicación de lo que entiendo que es parte de la espiritualidad indoeuropea, distorsionada a través de absorverla el cristianismo, y a por qué me adhiero personalmente a ella. En otros artículos ya se habló de lo que el Cristianismo pudo ser y no fue, de cómo devinió en proto-progresismo hasta el día de hoy, aun con palos en la rueda -el cómo el Cristianismo transmutó en paganismo con cruces en otras épocas, tocará tratarlo en un artículo futuro-. Aquí trataré de argumentar, como buenamente pueda, la diferencia entre la figura propiamente indoeuropea del Cristo -presente hasta nuestros días y del todo relevante para el futuro- y el sistema ideológico oriental que se ha dado en llamar “Cristianismo”.
Debo decir de entrada que la figura crística es necesariamente algo del todo distinto del cristianismo. Se trata de una de las cosas más enrevesadas de explicar por mi parte, toda vez que mi percepción del cristianismo ha ido cambiando con el tiempo, pasando por la fe, la aversión, y la comprensión de quien ha escudriñado ambas perspectivas. Siempre he estado interesado en cuestiones religiosas y esotéricas, pero más bien desde la distancia. ¿Qué secretos esconde el corazón mismo del cristianismo que hacen de él una cosmovisión a un tiempo tan familiar como chocante para nuestra tradición milenaria? ¿Qué ingrediente tiene el cristianismo para, dos mil años después, ofrecer una refundación de sí mismo? A eso quiero responder.
Si me preguntan si soy cristiano, tengo que responder que en puridad de conceptos no lo soy. Y eso por una serie de razones que es necesario explicar pero que se podrían resumir en que el cristianismo, como tal, es lo que prefiero denominar jesusismo. Entremos en materia intentando deslindar parcelas. Cuando se habla de Jesucristo, sin lugar a dudas el nombre más destacado de la historia humana siquiera por influencia y repercusión, los observadores más agudos sin duda notarán que ese nombre es una palabra compuesta de otras dos palabras, Jesús y Cristo, que tienen distinto origen. Jesús era un nombre de varón relativamente común en hebreo y arameo, citado al menos una decena de veces en la Biblia hebrea, y que vendría a significar “Yahvé salva”.
Cristo es una palabra de origen griego que viene a significar “ungido” o “consagrado”: la imposición de óleos santos en la piel de alguien, algo así como la versión invisible de los tatuajes o “armaduras de piel” (como se conocen en otras culturas: así, la “armadura de Buda”, que protege contra la voracidad de los espíritus), imbuía de una naturaleza y una misión al confirmado que hacían de él alguien especial, conectado con la divinidad y con el destino (la ceremonia de ser armado caballero sería la versión guerrera de esa unción). El término hebreo para lo mismo es Mesías

Una de las primeras imágenes barbudas de Jesucristo -esto es, Jesús investido de rango mesiánico como Alfa y Omega de todo-, de las catacumbas de Comodilla. Desde un principio fue considerado innegablemente europeo.
El cristianismo es jesusismo porque para el cristianismo el contenido doctrinal de la figura de Cristo es llenado a partir de Jesús. Es decir, lo que dijo e hizo Jesús -su predicación, sus parábolas, sus profecías, sus admoniciones, sus curaciones, su ejemplo, su entrega consciente- es lo que define a Cristo. Pero, además, su existencia como tal le conecta con una serie de (supuestas) profecías recogidas en los libros del llamado Antiguo Testamento.
La más célebre profecía es la que se recoge en Isaías 7: 14. Según el texto profético, en un momento problemático para el pueblo judío se anuncia como señal divina el nacimiento de un niño del vientre de una virgen embarazada. Según la redacción final de Mateo 1: 23, la concepción virginal de Jesús se dio para que se cumpliera la lejana profecía de Isaías. Ahora bien, ningún lector imparcial puede dar por buena esa supuesta conexión entre oráculo y cumplimiento. El texto de Isaías se refiere a un contexto totalmente distinto, está puesta en presente, la traducción del original almah como “virgen” es discutible dado que en los demás casos se traduce como “muchacha” y, además, el niño anunciado no se llamará Jesús sino Emmanuel.
Abundan las falsas profecías cumplidas en el Evangelio, tomando citas concretas descontextualizadas de libros anteriores. Como no es el objetivo de este artículo hacer un estudio ni una exégesis del Nuevo Testamento, no profundizaré en ello. Diremos que el jesusismo busca su legitimación mesiánica para conectar al personaje de Jesús de Nazaret con las profecías hebreas de cuyo tronco nace. Los judíos del siglo I esperaban a su Mesías. Llevaban tiempo esperándolo. Durante ese siglo y el siguiente, desde Teudas hasta Bar Kojba, la región de Judea fue sacudida una y otra vez por presuntos mesías que una y otra vez caían. En esa época loca, difícil de entender desde nuestra perspectiva, cada dos por tres aparecía un nuevo mesías. Algunos eran meros visionarios; otros, feroces guerreros. Jesús, con toda probabilidad, debería ser englobado entre los primeros, entre los predicadores.
Pero ¿qué le hace tan especial? ¿Por qué ha prendido tanto?
En tiempo de Jesús y alrededor de Jesús sucedió algo. Ese algo que sucedió es el núcleo mismo de lo que quiero dar a entender. Y para entenderlo del todo podemos formular hipótesis sobre quién era Jesús y en qué consistía su relación con Dios y con el Cristo. Podemos tomar a Jesús como un mesías guerrero fracasado cuya imagen es adecentada para la posteridad por sus seguidores. Esa tesis, muy minoritaria, puede ser perfectamente descartada.
Podemos tomar a Jesús como un conglomerado de mitos de varias procedencias. Esa tesis esoterista estuvo en boga durante mucho tiempo; ahora ha perdido fuelle. O podemos tomar a Jesús como lo toma la mayoría de la historiografía, como un reformador religioso al que, a su muerte, se le adornó con rasgos míticos con objeto de captar más adeptos. Las profecías autocumplidas atraerían a los judíos; otros ingredientes como el nacimiento de madre virgen, las señales en el cielo o la comunión con carne y sangre atraerían a los paganos; las curaciones milagrosas y los anuncios de la Parusía atraerían a los aprensivos.
No podemos tomar a Jesús como literalmente se le presenta en los Evangelios. Y ello por una sencilla razón: los Evangelios son obra humana, no inspirada por Dios, y presentan serias contradicciones tanto entre sí como internamente. Pienso que un análisis serio, desde una perspectiva adulta -creyente o no-, debe dejar zanjado este punto. Sobre Jesús es difícil saber realmente quién fue, porque no dejó nada escrito y todo lo que sabemos o creemos saber de él proviene de recopiladores que no le conocieron. Pero algo ocurrió alrededor de Jesús que causó un enorme impacto. A mi entender la tesis de que Jesucristo es un conglomerado de mitos acerca de un personaje que no existió tiene un grave inconveniente, y es que nadie entrega su vida por un conglomerado de mitos.
Y los primeros cristianos entregaban alegremente su vida. No lo hacían por lo bonito que puede ser un relato mítico-legendario sincrético, como pensaría un estudioso del tema sentado en su despacho en un departamento de una universidad pública (alguien que lo ve en la distancia, y que vive de una dotación presupuestaria abonada con los impuestos de otros), sino por algo que vieron y experimentaron, neta y claramente, en aquella tierra polvorienta siempre sacudida por estallidos de violencia. Nadie es mártir del sincretismo. Eran mártires por Cristo.
Personalmente distingo entre elementos que son añadidos justificativos (el evangelio de Mateo está lleno de ellos), sean míticos o naturalistas, y otros elementos quizá míticos pero que forman parte de la entraña del relato. Pero lo más fascinante de todo es que a veces no se pueden distinguir. Cuando según Mateo el niño Jesús es llevado a Egipto porque se teme por su vida, el redactor indica que con eso se cumple la profecía “de Egipto llamé a mi hijo”, lo que sería un recurso a posteriori para darle legitimidad a Jesús como Mesías pues en él se cumplían los oráculos; pero igualmente que un niño divino viva como refugiado en otra región, lejos del poder de un rey que quiere matarle, es un rasgo común de numerosos mitos de la Antigüedad, conectados también con los cuentos de hadas y éstos con la psique humana.
En el siglo I ocurrió en Judea un cataclismo colectivo, que estaba prefigurado por una revelación personal, íntima.

La destrucción del Templo de Jerusalén.
Se conserva en un viejo manuscrito de principios de la Edad Media la carta de un filósofo estoico sirio llamado Mara bar Serapión, dirigida a su hijo. La mayoría de estudiosos optan por datarla en el último cuarto del siglo I. En la carta, Mara se lamenta de la suerte que corrieron tres hombres sabios, asesinados por su propio pueblo. E indica que la injusticia que cada sabio sufrió a manos de los suyos se volvió contra ellos, pues atrajo la desgracia sobre sus pueblos. El propio Mara sufría en carne propia la desgracia pues su ciudad natal, Samosata, había caído bajo poder de los romanos en el año 72, de modo que la carta era una forma de consolarse apostando por la filosofía como una virtud humana que resiste el paso del tiempo mientras que los estados terminan colapsando tarde o temprano, recibiendo su justicia kármica. Los tres hombres injustamente asesinados según Mara son Sócrates, Pitágoras y el “rey sabio” de los judíos. Tras la muerte de este último, los judíos fueron destruidos y dispersados en todas direcciones (toma de Jerusalén, año 70) mientras que él sigue viviendo en la nueva ley que había promulgado.
Esta fascinante carta deja entrever que en Judea ocurrió algo, algo muy importante, algo trascendental. Un rey sabio dictó una nueva ley, fue muerto por los suyos, pero vive en esa nueva ley.
Jesús, efectivamente, recibió una iluminación. Jesús fue consciente de que tenía una misión. De algún modo lo supo. Jesús hablaba con una entidad, a la que denominaba Abbá. Es un término arameo traducible como “papá”, y cuya raíz Ab significa fuente. Así, Jesús hablaba con familiaridad con la Fuente de todo. Jesús estaba muy próximo a algo de gran poder que cambió su vida y, con él, la de los demás.
Ésta es mi tesis: Jesús encarnó al Ungido.
¿Quién es el Ungido? Es un arquetipo, una figura humana recurrente que parece estar en el subconsciente de numerosos pueblos. Los arquetipos son avistados en determinadas regiones y por gentes de determinada psique. Influyen tanto el factor geográfico como el humano. Incluso podría decirse que el factor geográfico influye en el humano (morfología del suelo y del subsuelo, la flora, características de la atmósfera -iones negativos, incidencia de radón-) permitiéndole abrir un nuevo canal en la mente, canal gracias al cual podrá sintonizar con realidades hasta entonces invisibles para él.
El Ungido es un varón que nace por fecundación celeste en una hembra humana caracterizada por su virginidad, sus grandes dones personales y su linaje real. Ese varón crece amenazado por el mal -un rey temeroso de ser destronado quiere matarle, el Diablo ansía tentarle-, apartado, esperando la llegada de su misión. Ese varón alcanza el cenit de su energía divina en contacto con lo natural, perdiéndola en entornos urbanos, donde puede morir. Los ríos, las colinas y los árboles son cruciales en su designio. Irradia energía. Carga con las culpas de la humanidad. Muere para llevar esas culpas al Infierno, a los estratos más bajos del planeta, haciéndolas así desaparecer, renovando el mundo. Y regresa, en plenitud física, acompañando a los aprendices de héroe que de vez en cuando aparecen entre nosotros los humanos.

Wotan-Odín. Una de tantas figuras indoeuropeas que encarnan la idea del hombre alfa, conductor de pueblos, que se inmolan o bien desaparecen por causas elevadas que trascienden las banalidades, y retornan en momentos de necesidad.
Tal vez los arquetipos reflejen un pasado evolutivo que debemos recuperar. O tal vez esos arquetipos están prefigurando nuestro futuro evolutivo: de igual manera que nosotros somos incomparablemente más bellos e inteligentes que un australopitecus, los arquetipos celestes podrían indicarnos lo que seremos como especie si nos esforzamos por ello, si insistimos en el camino de la santidad.
Por algún motivo, el Ungido se resiste a quedar petrificado. Cada año hay innumerables libros sobre Jesucristo. Infinidad de ateos le toman como fuente de inspiración. La mayoría de cristianos prescinden de una parte del mensaje cristiano y se centran en la otra, que les motiva más. Hay “algo” en ese personaje que nos mueve a la acción, a abominar de nuestros vicios, a decir valientemente la verdad, a renovarnos y ser nosotros mismos.
Mientras otros arquetipos no dejaron de ser entes celestes que nos hicieron visitas y poco más, el Ungido realmente bajó de la esfera celeste hasta nosotros, realmente se hizo carne, realmente fecundó el mundo implicándose en él, no meramente siendo avistado. La implicación del arquetipo en nuestro destino, en nuestra vida, fue total. Por eso estuvo dispuesto a morir. No fue distante como los demás arquetipos. Por eso sigue aquí, entre nosotros, hasta el fin.

El Ungido, presencia recurrente en las expansiones indoeuropeas.
Lo que estoy diciendo es estrictamente herético. Y tiene que ser así. Hemos heredado la prohibición eclesial de no salirnos de los cuatro evangelios canónicos. ¿Por qué, si cada congregación tenía su propio Evangelio, y buscaba a Cristo según su leal parecer y entender? Los primeros cristianos habían recibido una revelación intensísima, portentosa, que les había apartado del mundo mental que conocían y les había llevado incluso al martirio. Habían bebido de las fuentes de Dios, de la cornucopia inagotable con la que habían sintonizado gracias al Ungido.
Tengamos en cuenta una cosa, que no soy el primero en decir: Yahvé y Abbá no son el mismo dios. Jesús, poseído por el Ungido, adoraba a un dios que no tiene nada que ver con el dios de los judíos. Ciertamente, el Jesús terrenal, sería judío, y fiel cumplidor de la Ley, mas no el espíritu crístico que en ocasiones se manifestaba a través de él, y transmutó sus propias ideas. Voy a argumentar lo que estoy diciendo.
En el Antiguo Testamento, la presencia del dios judío (llamado preferentemente Yahvé, aunque otra fuente prefiere llamarle Elohim, “conjunto de dioses”, pues los antiguos cananeos eran politeístas) es continua, intensísima, y su voz aparece permanentemente dirigiendo el hilo de la historia. En el Nuevo, a quien tenemos es al Hijo, mientras que el Padre está totalmente ausente del plano narrativo. Mientras el dios del AT es lejano y tiránico, el del NT no alza la voz pero sabemos que está muy próximo. Basta con orar en la propia habitación para acceder a él. Sólo en el momento final de la crucifixión Jesús es “abandonado” -así lo dice- pues el arquetipo no puede morir: al ser resucitado, el Ungido retoma el cuerpo sutil de Jesús para completar la predicación.
El dios del AT exige grandes sacrificios de animales, que reglamenta de manera casi maniática en el Levítico. Gracias al aroma de los animales sacrificados y cocinados, el dios se aplaca. Ese dios Yahvé es necesariamente falso, y distinto del dios de Jesús, que no pide ese tipo de sacrificios. El dios del AT promueve auténticos genocidios. Es el caso del escandaloso libro de Josué, en el que los israelitas complacen a Yahvé matando todo lo que encuentran. No sólo hombres, mujeres y niños sino también el ganado. Lo matan todo. Y Yahvé está muy contento: abre el Jordán para que pasen e incluso acampen en su cauce despejado, les sigue enviando maná hasta que encuentran tierras arables, y hasta detiene el Sol para que los israelitas consuman su enésimo genocidio. De Jericó sólo se salva una prostituta, Rajab, junto con su familia, por haber ayudado a dos espías hebreos. Esa Rajab es ascendiente directa de Jesús.
¿Cómo puede ser Abbá el mismo dios que Yahvé? En Deuteronomio 28: 15-68 este dios anuncia una prolija serie de castigos para quienes le desobedezcan. Los castigos son de toda clase. Nunca un dios amenazó con tanta calamidad a la especie humana. Sin embargo…, se olvidó del infierno. La gehenna de fuego inextinguible se coló por contaminación cultural en el mundo hebreo, posiblemente desde el zoroastrismo. La gehenna era una abstracción referida al valle de Gehinnom, donde los antiguos cananeos sacrificaban a sus propios hijos al fuego, y que en tiempos de Jesús se había convertido en un vertedero de basura que era regularmente incinerada. La Iglesia católica exageró exponencialmente la figura del Infierno como lugar de eternas torturas, algo 100% chocante con el mensaje evangélico (de eu-angelon: buena noticia) pero muy útil para cultivar el miedo en las almas y emplear el chantaje de la evitación de tan horrible lugar para mantener los privilegios clericales.
El dios Yahvé es nihilista. Así, crea todo de la nada. La creación ex nihilo es uno de los grandes quebraderos de cabeza para quienes quieren creer, porque repugna a la psique humana. No menos repugnante es que se nos diga que nos dirigimos igualmente a la nada. Eso convierte en inútiles nuestros esfuerzos y nuestra vida. Pero eso mismo es lo que dice Yahvé, cuando castiga a Adán a ser de nuevo polvo. Yahvé no cree en la existencia de algo más allá de la muerte. Abbá sí, y con él Jesús. Saben que hay otras cosas, otros planos de la realidad. Yahvé limita sus castigos hasta el momento de morir, mientras que a partir de Abbá nace una responsabilidad post-mórtem (el propio Cristo es post-mórtem de Jesús), distorsionada por el catolicismo con su chantaje del infierno.
Por eso los judíos no suelen presumir de Jesús. A pesar de que era judío, tratan a la persona más conocida e influyente de la historia como si fuese un don-nadie, un advenedizo. Y, desde su particular óptica, tienen razón. La predicación de Jesús no enlazaba con el dios Yahvé, sino con otro dios. Por decirlo con una metáfora taurina, Jesús fue un espontáneo.
En lo que estoy diciendo es obvio que prescindo de las palabras evangélicas exactas, prefiriendo apelar a su espíritu. Las palabras exactas de Jesús no pueden ser conocidas. ¿Hasta qué punto está manipulado el Evangelio? ¿Qué versículos son los correctos, y cuáles deben ser desechados? Es ésta una tarea enorme que no me corresponde realizar ahora. Es al espíritu del Evangelio a lo que aludo.
¿Por qué hay gente que ama a Jesús, si teóricamente está muerto? Nadie ama a los muertos. Se puede admirar a gente muerta de otro siglo, pero no amarla. Sin embargo, millones de personas aman a Jesús. ¿Por qué tanta gente siente que Jesús está vivo? ¿Por qué muchos, siendo ateos incluso, al leer el Evangelio -crean o no en su contenido- sienten que están siendo interpelados directamente, que alguien les está proponiendo un cambio de vida? ¿Por qué imaginamos apuesto y europeo a Jesús?
El Ungido irradia energía. Pero para cargar las pilas con elevada bioelectricidad debe acudir a lugares no viciados por la contaminación, el revoltijo humano y el hacinamiento. Señales de gran poder se dieron en parajes naturales como la orilla del río Jordán (donde fue bautizado y se abrieron los cielos) o como el monte Hermón (el más probable emplazamiento de la “alta montaña” donde irradió tanta energía que de él se desdoblaron dos cuerpos sutiles que los apóstoles tomaron como Elías y Moisés: hay que entender que interpretaron el evento según su sesgo cultural; el monte está en una zona considerada tradicionalmente lugar de poder, horadada por cuevas kársticas y en la que hubo un intenso culto al dios Pan).

El Ungido como mediador entre el dragón benéfico del Cielo y los pliegues de la Tierra.
Tan elevada es su energía que basta para sanar. En el episodio de la hemorroísa, ésta se cura con sólo tocar su túnica. Es más, Jesús nota que sale energía de él. Por contra, Jesús muere en una urbe atestada de gente y de suciedad. Allí pierde su poder y se siente abandonado por Dios. Jesús mismo identifica el destino de los pecadores con el signo distintivo por excelencia de las ciudades: el vertedero de basura (la gehenna). Y dentro de Jerusalén busca, para acercarse a Abbá, una zona verde: el huerto de Getsemaní, un hermoso olivar. Ahí tenemos tanto la conexión con la naturaleza, lejos de la aglomeración humana, como la referencia al aceite, al óleo: a la unción: la confirmación de una misión divina.
La configuración de la historia es recurrente. Una anécdota muy curiosa tiene que ver con el orientalista Agostino Antonio Giorgi (1711-1797), el primero que escribió un tratado sobre la cultura tibetana en el mundo cristiano. Giorgi recopiló todos los escritos que habían dejado los misioneros capuchinos durante su estancia en el Tibet, entre 1703 y 1745, hasta que los chinos intervienen en el país, y los refundió en el inmenso Alphabetum Tibetanum (1762). El erudito se llevó una gran sorpresa al constatar que para los capuchinos era muy complicado conseguir que los tibetanos se convirtieran al cristianismo. Ellos tenían ya un Cristo, un varón nacido de la unión del dios celeste con una virgen de linaje real, que había muerto para expiar los pecados de los hombres y que había resucitado. Los tibetanos se negaban a la conversión, alegando que sus creencias eran más o menos iguales que las cristianas, pero mucho más antiguas.
En mi opinión, el arquetipo del Ungido está relacionado con las expansiones indoeuropeas, que también llegaron a China y al Tibet, y a su vez tanto el Ungido como el indoeuropeísmo se relacionan con un tercer elemento, permanentemente recurrente: la Cruz.
Una leyenda egipcia nos dice que la reina Mutemuia concibió virginalmente al futuro faraón Amenofis III. La reina se quedó encinta tras ingerir una cruz. También la cruz representa la unión de Osiris con Isis (cuya imagen con Horus en brazos inspiró innumerables Madonnas con niño). La cruz va desde las runas escandinavas hasta el Extremo Oriente: hasta la cerámica china y los ger mongoles, en forma de esvásticas.
Viene de lejos. Ötzi, el hombre de las nieves, sigue luciendo una cruz tatuada en su momificada piel.
La cruz de Cristo es varios milenios anterior a la cruz en que murió Jesús, del mismo modo que Cristo era varios milenios anterior a Jesús. Así lo entendió, quizá, el propio Jesús en el más bello y esotérico de los evangelios, el de Juan, cuando dijo (o el Ungido a través de él) ser incluso anterior a Abraham. En ese sentido muchos místicos cristianos han entendido que durante la Creación el Cristo fue diseñado por Abbá, empleándolo para configurar a Adán -según lo cual Adán y Jesús deberían tener el mismo aspecto- para después mantenerlo latente hasta el momento preciso, que se dio en el siglo I en la región de mayor voltaje emocional del planeta, allí donde todavía los judíos rezan ante un muro que es lo que queda del Templo y se amenaza diariamente con guerras y destrucción. Hoy como entonces.
Soy muy crítico con el cristianismo, pues no dio lo que podría haber dado y en cierto modo obró como caja de pandora, iniciando iertas ideas cuyos resultados son los que nos han llevado hasta aquí. Fue rápidamente absorbido por el fondo cultural semítico y más tarde por romanizaciones, continuando su existencia de un modo distorsionado. Pero por debajo de las realizaciones históricas y doctrinales cristianas sigue latiendo la llamada del Ungido. Si lo acontecido en el siglo I hubiera ocurrido en 1917, como pasó con Fátima, tendríamos lecturas alternativas, reconstrucciones y misterios que al quedarnos tan lejos y habiendo pasado por encima el rodillo del literalismo oficialista católico se han perdido y no nos queda sino aventurar, como he hecho yo. Jesús contactó con un arquetipo, pero no se limitó a reconocerlo y reseñarlo sino que lo vivió en su carne y su sangre, lo que convirtió a éstas en algo tan importante que las ofreció como comunión para revivir entre sus discípulos su íntima conexión con el Ungido.
Quizá por eso las películas sobre Jesús suelen ser tan flojas. Olvidan completamente el componente mistérico, esotérico. En esas películas Jesús debería materializarse de un modo especial. Siempre que releo el Evangelio me imagino a los apóstoles pensando en sus cosas en la habitación de una casa y Jesús apareciéndose ante ellos, de repente desde el fuego de la hoguera que fijamente miran, o atravesando la pared. Y siendo condenado por un Sanedrín de supervivientes neandertálidos tras la expansión indoeuropea que lo cambió todo. A veces he imaginado mentalmente una película sobre Jesús con un Sanedrín formado por neandertales.

La importancia de los rasgos en las elaboraciones míticas. Un arménido neandertalizado representa el viejo orden pre-indoeuropeo queriendo dañar la conexión entre Dios y los hombres para así continuar con su sistema salvífico yahvista. Quien tenga ojos para ver, que vea.
El arquetipo del Ungido es muy nuestro, muy indoeuropeo, sin dudarlo. ¿Que fue avistado (y encarnado) donde fue? Eso es algo que no decidimos nosotros.
No creo que el pueblo hebreo fuera mayoritariamente arménido ni neandertálido, aunque a buen seguro la presencia de esas razas era notable. Especular con el aspecto de Jesús tiene sus límites, entre ellos el de nuestro conocimiento y el de la más bien poca relevancia que tiene eso. Un negro de EEUU habla una lengua indoeuropea y muy probablemente tiene un nombre indoeuropeo (o semítico), pero su origen no es ni lo uno ni lo otro.
Es por eso que apuesto por reinterpretar la figura crística y obrar según el ideal del arquetipo. Éste consiste en sentir al Ungido en nosotros. Es la imitación de Cristo, como se llamaba uno de los best-sellers de la Baja Edad Media. No consiste en aplicar las palabras que dejó Jesús, o que pusieron en su boca, como quien sigue un libro de instrucciones. Muchas de las afirmaciones de Jesús son magníficas, mientras que otras son discutibles y hasta penosas. Jesús fue un hombre, un gran hombre sin duda, pero debemos ir más allá de Jesús para encontrar a Abbá.
Hoy esos propósitos y caminos se banalizan, se devaluan y se apartan a un lado; todo lo sagrado, todo lo trascendente, se toma por superfluo y hastío frente a ideales que al no aspirar a ir más allá, a estadios de vida más elevados, devienen en cortoplacismos: Occidente muere porque ha muerto su tradición, toda forma de fe que bajo una promesa, impulsaba las grandezas humanas. El sistema imperante es parte de esa decadencia inevitable, y todo apunta a que será similar a las clásicas distopías, donde las plutocracias profundizarán en la configuración de una realidad puramente materialista, técnica y mecánica; profundizará en el hombre-máquina carente de alma y en la masa nivelada, cosmopólita y mestiza; profundizará en el ordenamiento represivo del mundo y sus recursos según criterios puramente numéricos, racionales y materiales; un constante estado de tensión artificial que mantendrá a las masas bajo un estado permanente de miedo y paralización.
La Roma decadente, que no es sino el espejo donde nos miramos, era la “Babilonia” bíblica de los fastos y superficialidades, un imperio degradado caído en modas aberrantes, que genocidaba pueblos europeos mientras importaba muchedumbres de esclavos levantinos y africanos con los que sostener los privilegios de una casta vil y desalmada. Una Roma cuya nobleza, sobriedad y dignidad, la atmósfera donde se aludía a una romanidad perdida, tradicional, rural incluso -totalmente distinta de la nueva romanidad infame que se cocía en la Urbe-, quedaba aislada a unos pocos patricios, auténticos patriotas romanos que se echaban las manos a la cabeza viendo lo que ocurría con su legado.
El cosmopolitismo de su era, el de una Roma a un tiempo descreída y exasperadamente supersticiosa, parecen una alegoría mediante la cual uno puede reflexionar sobre el fin de un mundo. No sólo el mundo de la Roma antigua: también sobre el mundo actual. Sintoniza con el espíritu de nuestro tiempo: una juventud desorientada, la eclosión de nuevos cultos siniestros, la pérdida de los valores tradicionales, el abarrotamiento urbanístico…
Europa es actualmente el enfermo del mundo, el continente decadente por excelencia. Una tierra lasciva, hedonista, consumista, obesa, y despreciable que carente de verguenza, se revuelca en oro, petróleo y gas, mientras desprecia su historia, y defenestra las tumbas de sus antepasados. Una tierra desarmada, afeminada, hastiada…, y podrida de caprichos y lujos. Al igual que otrora, serán pueblos más aguerridos y con los instintos intactos, los que por vía de la invasión, den el choque de realidad que hasta ahora se ha evadido con pan y circo, sólo que ahora serán de sur-norte, y multiplicadas por mil. La tormenta tercermundista barrerá la sociedad europea, y acabará con todo aquello que no sea firme, sano, inteligente, consistente, valiente, resistente, y con un puntillo fanático. Tal situación sólo puede producir un caos cuyas consecuencias llevarán a un punto de inflexión. Y hacia ahí nos dirigimos.
Roma murió, pero con ella nació la Europa que nos ha formado; no cabe el pesimismo, sino la esperanza por ese mismo devenir de cambio y transformación. La única manera de vencer al mundo yhavístico (el mundo materialista que inevitablemente concluye en la tiranía mundial) es volviendo a resucitar la fe, y no incidir en alternativas materialistas ni por esoterismos modernos de muchos palitos de incienso, y ningún compromiso ni auténtica devoción.
Las revoluciones que vendrán no serán sólo étnicas, económicas, culturales, políticas, sexuales y sociales, sino también, y muy especialmente, espirituales; y, por lo tanto, el disidente tendrá como papel principal contribuir al establecimiento de los fundamentos que contribuyan a su resurrección. Y esto pasa por profundizar en la sabiduría del pasado, separar el grano de la paja, y actuar en consecuencia aproximándose lo máximo posible al despertar o la trascendencia. No es cuestión de fe o devoción, es posible experimentarla, según las mas grandes tradiciones y personalidades de la historia. Aquel que la experimenta adquiere la capacidad de discernimiento, una intuición sobrenatural, del cual es consecuencia el ordenamiento tradicional del mundo que es generadora de civilización.
Un solo individuo, un solo Platón, un solo Jesús, un solo Lao Tse, un solo Moisés, un solo Mahoma, un solo Krishna o un solo Buda es capaz de generar una tradición que trascienda el tiempo y sirva de base para futuras civilizaciones e imperios. Y todas estas personalidades míticas tienen una cosa en común: comparten la experiencia del despertar. El ojo de la conciencia disidente debe mirar mas allá y volver a las fuentes tradicionales que servirán de inspiración para un futuro movimiento de combate que vaya mas allá de la política, que inspire las masas con su luz, y que instaure un orden aristocrático, un gobierno de “los mejores”, no sólo en términos materiales (inteligencia, fuerza, poder, riqueza) sino en términos espirituales.
La superioridad espiritual se basa en una serie de características difícilmente cuantificables y calificables pero si perceptibles intuitivamente en tanto que ilumina, inspira y sirve de referencia absoluta para el resto. Ejemplos claros son Julio Cesar, Alejandro Magno, Licurgo, Carlos V o Adolf Hitler, donde la potencia espiritual de éste último no solo cautivó a toda una nación hasta el punto de expandir sus fuerzas a una categoría de imperio, sino que aún hoy en día sigue cautivando a sus peores enemigos, y es que su espíritu llegó para quedarse incluso en la conciencia colectiva judía, y para siglos futuros -inspirando incluso, la arcaica leyenda del rey perdido: soberanos desaparecidos que, como el rey Arturo o Barbarroja, duermen en las profundidades del mundo esperando el momento de máxima necesidad para su pueblo. Siendo estas leyendas desconocidas para el urbanito medio, es bien popular la leyenda urbana de Hitler “durmiendo” en la Antártida a la espera de retornar algún día: el arquetipo de el Ungido se abre paso desde el inconsciente occidental-.
Auténticos hombres alfa de su tiempo, líderes de la patria, conductores de pueblos, elevadores de espíritus, extirpadores de los males del pueblo, héroes míticos, y portadores de la promesa de un grandioso devenir, surgidos en tiempos de extraordinarios sucesos.
El salto de la tiranía actual a la aristocracia real vendrá de la mano de una personalidad trascendente. En plena lógica con lo anterior, el verdadero cambio vendrá de parte de una personalidad supra-humana cuya fuerza y potencia espiritual suponga un punto de inflexión entre la decadencia y el ascenso. Un mesías, un lider, un avatara, un Cristo. La historia nos enseña que los cambios de paradigma verdaderos, cuyo eco retumba durante milenios, tienen como centro una personalidad extraordinaria. Las ideas son humo, los héroes son verdaderos. Por lo tanto, al igual que otros esperan a su mesías, los disidentes tendremos que contribuir a abonar el terreno y generar las condiciones óptimas hasta el día que aparezca la personalidad capaz de concentrar toda la energía acumulada y dirigirla, con su cetro, hacia una única dirección concreta y determinante.
La función del disidente es ser un eslabón de la cadena. Si el futuro avatara que liderará el fin del Kali-yuga -el ciclo de decadencia- debe ser un ser superior, la pérdida de todo conocimiento superior supondrá un serio obstáculo para su manifestación. Por tanto, el disidente tendrá que ser el salvaguarda que aportará, protegerá y relevará el conocimiento tradicional y la experiencia metafísica a las futuras generaciones. Todo esto es perfectamente extrapolable a otras dimensiones del conocimiento. Es decir, la función principal del disidente es contribuir al traspaso de todo lo “bello” y “superior” que ha heredado -cultura, tradición, raza, patria…- a las futuras generaciones y, en consecuencia, deberá ser también “generador”, en la medida de lo posible, de estas futuras generaciones.
Los tiempos que se avecinan para Occidente acabarán por forjar las condiciones para el surgimiento del nuevo poseído por el espíritu crístico. El nuevo Ungido, va a nacer si es que no ha nacido ya. El espíritu de los reyes de tiempos mejores despertará de nuevo para arrebatar el Estado de las manos de los mercaderes y servir como catalizador de “una energía acumulada en el ambiente” y de transformaciones globales de magnitudes enormes, que supongan la estocada a un vil mundo que se acaba, y el inicio hacia uno renovado, esperanzador, y asentado sobre el Orden Natural.
El Ungido, es y será siempre, el arquetipo indoeuropeo por excelencia: el joven que siendo de noble linaje, corre peligro en su infancia al ser su lugar usurpado por viles enemigos entronizados mientras es un objetivo a eliminar o utilizar para sus propósitos -en nuestra época bien podríamos hablar de los varones blancos y masculinos-; conoce a un anciano mentor, depositario de sabiduría ya perdida, y tras una larga formación en la naturaleza, se abre camino en la vida hasta convertirse en el héroe que derrotará a los malvados, y guiará a su pueblo como nuevo líder hacia mayores glorias. Puede que nunca haya habido situaciones más propicias para la aparición de el Ungido como en la que nos hallamos. El César, del que provienen los rusos y alemanes “Zar” y “Káiser” respectivamente, ese atesorado recuerdo, añoranza en nuestra psique, retornará con más fuerza que nunca.
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